viernes, 5 de febrero de 2021

EL ÚLTIMO DORSAL


Un dorsal

Octubre de 2017. Sonrío porque la alegría supera al dolor. Corro con el dorsal número 143 por la playa de Oropesa del Mar. Mis pies y piernas se mojan en el agua salada del Mediterráneo. Zancadas, palabras y sonrisas corales en un evento extraordinario. Campeonato del Mundo de Carrera Descalcista de Fondo, se llama.

Dorsal 143

Había conseguido recuperarme del proceso que me llevó a una intervención quirúrgica de urgencia para practicarme una histerectomía. Volvía a correr, ese día con un dorsal. Unos días antes me había lesionado al colgarme de una barra y sentía un dolor agudo en cada respiración pero eso no me impidió correr y sonreír. ¿He dicho ya que la alegría de ese día superaba al dolor? Lo repito.

Ese dorsal representaba el inicio de un retorno. ¿Se puede volver a correr después de una histerectomía? Sí. Y esa carrera era la prueba pública porque en privado ya llevaba meses corriendo. No corrí especialmente rápido pero tampoco especialmente lenta. Acabé subida a un podio junto a mi querida Pili (Troterilla) Olmo, en lo más alto, y de Guadalupe Montoya Morales, en el tercer puesto.

 

En el podio

Un accidente

Noviembre de 2017. Pedaleo prudente, dubitativa. El suelo parece una pista de patinaje. El día más húmedo del año ha convertido las calles en un sitio peligroso. Una rueda se desliza y la otra la acompaña. Agua y aceite mezclados en el asfalto y en mi cara. Me veo a mí misma avanzando por el suelo enganchada a la bicicleta hasta que por fin me detengo. Me levanto, creo que no ha pasado nada grave. Me duele el pómulo, las manos. Estoy convencida de que podré subirme a la bicicleta y continuar mi camino. Intento agarrar el manillar pero las manos no me responden. De repente hay mucha gente alrededor. No es para tanto, pienso. Tengo que irme, seguir con mi vida, necesito volver a subir a la bicicleta. Ha llegado la policía y dicen no sé qué de una ambulancia. Al fin me doy cuenta. Mi vida acaba de detenerse.

Una bicicleta maltrecha, contusión en cara, costillas, brazos y rodilla, un casco a la basura, fracturas en las manos. Radiografías, médicos y manos escayoladas. Y una oportunidad para aprender algunas cosas nuevas, por ejemplo, a usar el ordenador con la voz.

Llegó el día de quitarme las escayolas. De repente estaban ahí, mis manos. Pero yo ya no sabía usarlas. La piel se me desprendía y cualquier mínimo movimiento me producía dolor. Intenté mover el pulgar de la mano derecha y lo único que conseguí fue mover, con dolor, la mano entera girándola a uno y otro lado desde la muñeca. Me sentí una reina de España saludando a sus súbditos.

Un médico me dijo que no recuperaría toda la movilidad pero los meses de rehabilitación y mi testarudez fueron efectivos. Y así llegó el momento de volver a mi vida normal, conducir, correr y también volver a subir a la bicicleta. Me llamaron valiente por volver a usar la bicicleta cada día para ir al trabajo. También me llamaron imprudente por usarla también con lluvia. Ni valiente ni imprudente. Simplemente consecuente.

Quise volver a correr, y a moverme. Una vez más empecé por el principio. Descalza, caminando sobre piedras, jugando con hierros, colgándome en una barra, tragándome la respiración en ejercicios hipopresivos, saltando y también corriendo, a veces lento y lejos, otras rápido y cerca.

 

Hierros

Una madre

Verano de 2018. Planes de vacaciones, proyectos e ilusiones para ganar algo del tiempo perdido. Más fuerza en las manos y ligereza en los pies. Volvía a sentirme fuerte, casi tan fuerte como mi madre piensa que soy.

Las madres son así. Siempre dispuestas a ver lo mejor en sus hijos. La mía siempre ha dicho que soy muy fuerte. Debo creerla, pero lo hago con un asomo de duda. Desde muy pequeña he tenido problemas graves de salud de esos que no se arreglan fácilmente. Extremidades largas y finas, músculos delgados, mirada ausente, siempre me caigo, pero siempre me levanto. Cuando otros paran, yo sigo. Quizás ser frágil sea la condición necesaria para esa fortaleza que dice mi madre.

Andaba yo terminando de recomponerme cuando de repente mi madre empeoró de manera drástica su, ya anteriormente delicado, estado de salud y mi padre, que todo lo había podido hasta ese momento, llegó ese verano a su límite. Al principio pensé, pensamos, que sería temporal pero me equivoqué. Ese verano no hubo vacaciones. Aplacé mi vida a la espera de la ayuda de un mítico e imposible séptimo de caballería.

Me multipliqué, y lloré. Insomnio y miedo, soledad y discusiones. Mi pequeño mundo se reducía mientras yo permanecía. Elegí quedarme junto a mis padres, hacer lo necesario y llegar allí donde hiciera falta.

En noviembre de ese año se volvió a celebrar, otra vez, el Campeonato del Mundo Descalcista en Oropesa del Mar pero yo no asistí, permanecí junto a mis padres. No tenía tiempo para dorsales.

Cuidar de una persona dependiente es duro y también satisfactorio. El tiempo es un factor importante. El mío se distribuía entre trabajar, cuidar a mi madre y, en los pocos momentos libres, ejercitarme para ganar masa muscular y así cargar a mi madre sin hacerme demasiado daño. Algunas, pocas veces, salía a correr. No sé si hubiera sido posible aprovechar mejor el tiempo. Yo no fui capaz de hacerlo.

Quizás no supe gestionar bien el dolor, o quizás sí. Sola, vulnerable y pequeña, perdida al descubrir que, de repente, me había convertido en la persona adulta del lugar. Se desmoronó un mundo en el que confiaba, algunos de los que lo habían habitado se mudaron de barrio, decidí permanecer porque quedarme junto a mis padres me pareció que era lo único compatible con mi concepto de la decencia.

 

Un año de soledad

2019, año de transición, trabajo, soledad, certezas y tristezas. Lo recuerdo como una especie de ensayo general para lo que vendría después. Guardo recuerdos nebulosos de un laborioso, constante y agotador, trasiego; muchas horas trabajando y luego muchas más en casa de mis padres cuidando a mi madre. Levantamiento de pesas y paseos descalza en los pocos ratos libres. Trabajo sin atajos ni sonrisas sólo interrumpido por unas breves vacaciones en las montañas, un lugar relativamente cercano, por si tenía que volver rápido con mi madre.

Vacaciones en la montaña

En noviembre el mundo empezó a volverse extraño. Acostumbrada como estaba a mi vida de cuidadora, apartada de todo y de casi todos, fue raro verme obligada a interaccionar con el mundo justo cuando el mundo estaba a punto de confinarse. Frente a mí apareció, pidiendo ayuda, una persona especial en una situación de salud especialmente compleja.

Fue como enfrentarme a una versión actual de mi yo del pasado pidiéndome la ayuda y conocimiento que a mí me hubiera gustado tener hace años. Y así fue como salí momentáneamente de mi aislamiento. Se curó y me curó, de algún modo, de mi creciente tendencia a la misantropía. El fin de año encontró en mí a una persona más serena y algo más sociable.

 

Una pandemia

Marzo de 2020. Estado de alarma, confinamiento, terror. A veces el miedo nos hace actuar de una manera irracionalmente irresponsable.

La persona contratada en ese momento para cuidar a mi madre se asustó con el estado de alarma y decidió abandonar el trabajo. El confinamiento vino acompañado de una épica ausencia de tiempo. Resulta paradójico que cuando tanta gente se veía obligada a aburrirse encerrada en sus casas, en la mía se libraran jornadas maratonianas que entre trabajo y cuidados se prolongaban desde muy pronto por la mañana hasta muy tarde por la noche.

Al final eso no fue lo peor. Tenía tiempo y lo usé todo, sin margen de descanso. Pero otras personas, algunas cercanas, perdieron algo más valioso que su tiempo, la vida. El tiempo de confinamiento estricto no ha sido en absoluto lo peor de estos más de dos años desde aquel último dorsal.

2020, el año de la pandemia ha sido para mí también uno de los más complicados desde el punto de vista laboral. Recuerdo jornadas interminables, en el ordenador de la mañana a la noche pasando por fines de semana. Quizás luego eso me acabó pasando factura. No sé.

 

¿Un virus?

Año 2021. Estoy enferma, por lo visto es un virus. Las pruebas PCR para COVID-19 son negativas. Parece que mi sistema inmune, tan reactivo y a la vez deficiente, se quedó irracionalmente activado. Tengo síntomas que no cesan, temperatura que sube y baja, dolor y parestesias. Dosifico mis pensamientos, movimientos y lamentos.

La sanidad está saturada, me han anulado una visita importante con un especialista. Lo entiendo, hay gente que literalmente está luchando por su vida. Lo mío parece que puede esperar un poco más. Confío en mi sistema inmune. Si el problema está ahí sé que en algún momento mi cuerpo sabrá solucionarlo. Mientras tanto ando aprendiendo acerca del arte de la paciencia.

Vivo en el pequeño mundo de la convalecencia en cuyo espacio habitan notas, palabras, libros; y también Phi. Incondicionalmente presente, Phi, llega a todos los lugares a los que yo ahora no alcanzo. El amor se llena de palabras, gestos, trabajo y sonrisas. Tan complicado y a la vez tan simple. Se llama familia elegida. Y sobre eso ahora sólo quiero decir que el silencio a veces es la mejor expresión del sentimiento.

 

Un teclado

Años de silencio y soledad para llegar a este momento. Hay un espacio bajo la piel en mi cabeza que contiene, bajo presión, una imagen de los días de silencios y momentos de este tiempo. Incapaz de correr, procrastinar ni escapar, me dedico a observar.

Un teclado enganchado a mis dedos mezcla en el aire el sonido de sus teclas con las de un piano melancólico. Y la piel se vuelve permeable y el silencio busca escape a través de la fuga de sinapsis nerviosas que encuentran un camino hasta los dedos.

Pienso, respiro, siento, no corro. Las pausas forzadas tienen efectos extraños. A veces los pensamientos escapan del confinamiento. Y las manos se vuelven autónomas porque necesitan dibujar con palabras los días de miedo, frío y soledad. A veces la fiebre produce monstruos razonables que destilan su esencia a partir del sonido de un teclado.

Me espera un dorsal sin nombre en una competición del futuro que no existe porque el mundo cambió demasiado y en el camino yo me quedé sin aliento. Son muchos los pensamientos y poca la energía. Aprendo a dosificar pero ya no quiero parar de decir, dedos mediante.

Tardará pero llegará el momento de levantarme y correr. Y para entonces ya no sé si tendrá sentido hacerlo tras un dorsal. 

4 comentarios:

  1. Los dorsales se esfuman, sí. De un tiempo a esta parte, los ritmos altos y las series rápidas se me están volviendo recuerdos del pasado, y la mascarilla aumentan la pereza de correr. Yo me escapo al monte para quitármela. Pero echo de menos correr con cientos o miles por las calles y montes, aunque sea más lento. Volveré a prenderme algún número con alfileres, seguro.

    Buena entrada. El silencio se hizo tan largo que daba miedo, pero ahora se entiende todo.

    Un placer volver a leerte. Eutsi eta besarkada bat.

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    1. Me alegra que te haya gustado el post. Tienes razón, los silencios prolongados dan miedo y más en los tiempos que corren.

      Sobre los dorsales... Creo que volverán, quizás con una forma diferente. El mundo está cambiando y nosotros con él.

      Un abrazo.

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  2. Todo esto pasara seguro y lo que no se es si las carreras volverán a ser lo mismo, yo ya casi que no me hacen falta dorsales para echar un buen ratico, y como te he dicho en mi blog, cuando vengas por la zona avisa y echamos unas zancadas por la zona. Un saludico y ánimos.

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    1. Al final los dorsales son una excusa para eso que tú dices "echar un buen ratico". No sé cuando pero lo haré pero cuando vuelva a visitar tu tierra te aviso. Un saludico.

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