Son años pero parecen siglos. Pasaron tantas cosas que mirando atrás apenas
me siento capaz de reconocer algunas de aquellas con las que antes me
identificaba. No lo decidí pero sucedió. De repente crecí mientras a mi
alrededor el mundo se hacía cada día más pequeño.
A veces sucede que las familias se transforman, los hijos se pueden
convertir en padres, los hermanos en extrañas figuras geométricas, los amigos
en parientes cercanos, los mayores en pequeños y los pequeños en gigantes de
hombros anchos y piernas enclenques. Aparecen maestros y aprendices y, de
repente, lo obvio se abre camino: las personas débiles y frágiles necesitan
amor y protección y lo demás puede esperar.
Quise recoger mi mente y esperar, al tiempo que expandía mi cuerpo
intentando llegar allí donde parecía necesario hacerlo. Como panes y peces,
multipliqué mis acciones para suplir las ausencias que más duelen y en el
camino dejé atrás sueños, personas y palabras. Enmudecí, quizás porque escribir
me parecía un acto frívolo de esos de los que se puede prescindir cuando la
vida impone su imagen más dura y toca estar a la altura.